Betancourt se sentó en las esperanzas de Venezuela
como un fardo espeso.
Este señor es ancho y cuadrado por fuera
y es opaco por dentro, como un queso.
Estudió mucho para Presidente,
pues para ser hombre nunca tuvo tiempo.
Al fin en Nueva York le dieron título
de especialista en leyes y gobierno.
Aprendió el inglés para obedecer sus órdenes;
en todo fue muy cumplido y circunspecto:
ojos y oídos hacia Norteamérica,
y hacia Venezuela, sordo y ciego.
Pidió a un sastre norteamericano
sus pantalones y sus pensamientos,
hasta que hablando con la voz del amo
olvidó a Venezuela y a su pueblo.
Cuba le molestaba extrañamente.
Por culpa de Fidel perdía el sueño.
Todas esas reformas: dar tierra a los
que la trabajan, eso es muy molesto;
vender azúcar a los que la compran, es un grave
atrevimiento. Darle casa a todos los cubanos
es hacer de Cuba un infierno.
Y, así, Betancourt se convirtió en un triste
Caín de nuestros tiempos.
En Caracas floreció una sublevación
de niños tiernos.
Aquellos estudiantes insumisos se atrincheraron
en sus conocimientos.
Betancourt, el guerrero, mandó a prisa sus policías,
sus regimientos, sus tanques, sus aviones, sus fusiles
y ametralló a aquellos pobres indefensos,
y ante las aulas enlutadas y entre pupitres y cuadernos,
este demócrata norteamericano
dejó docenas de pequeños muertos.
Venezuela otra vez ensangrentada: ¡Herodes Betancourt
guardó silencio!
Fuente: FUENMAYOR, Juan Bautista, Historia de la Venezuela Política Contemporánea 1999-1969, Caracas, Edición del autor, 1989. Tomo XV, pag. 518.
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